SABOR A DURAZNO

I

Iba lentamente, como si cada pisada buscara un lugar seguro, demorando la llegada a destino. Eran las diez de la mañana, de un día soleado de mediados de enero de 1978 y hacía dos años que no estaba en Mar del Plata. “La Feliz” regalaba a los miles de turistas, que como todos los veranos la colmaban, otro día espectacular. En pocas horas atestarían sus playas disputando un cachito de arena y de agua salada, techándolas con infinidad de sombrillas multicolores. En el aire tibio se esparcerían mixturas de olores de aceites, bronceadores y cremas protectoras y el particular aroma de las comidas de los innumerables barcitos de la costa. No faltarían los vendedores de café, de barquillos, barriletes, helados, bebidas frescas y panchos gritando sus productos y caminando trabajosamente en la arena.Pero a esa hora había, silencio y placidez. El aire fresco y salado del mar me golpeaba la cara y llenaba mis pulmones cada vez más, a medida que me acercaba por la calle Bolívar hasta casi la plaza Colón. Ya podía ver, entre los enormes árboles, los edificios del Casino y el Hotel Provincial y más allá, la rambla con sus lobos y el mar fundido en un verdeazul con el cielo. Mar del Plata me gustaba a esa hora y me hacía sentir privilegiado por haberla disfrutado casi todos los veranos y haber transcurrido en ella mi niñez y adolescencia. Casi no parecía de este país que vivía en las tenebrosas sombras de la dictadura del llamado, descaradamente, “Proceso de Reorganización Nacional” que, para ese entonces, ya había puesto en marcha el “operativo mundial de fútbol” para vender al mundo que los argentinos éramos “derechos y humanos”.Volver de Córdoba y reencontrarme con "La Feliz" era salir de la oscuridad hacia la luz; aflojar la morsa que me oprimía el cerebro; oxígenar mis pulmones, asmáticos desde el 24 de marzo del ‘76. Salir de esa ciudad - prisión donde reinaba Menéndez y su aparato de represión, era un saludable y reconfortante ejercicio de liberación de la memoria amordazada.Ya caminaba más despacio, fijándome en la numeración de los edificios que, casi calcados por su estilo, se sucedían uno detrás de otro, apiñando departamentos que a esta altura de la temporada veraniega se encontraban casi todos ocupados. Los miraba y los imaginaba como grandes monstruos capaces de devorar gente en verano y vomitarla en otoño. De pronto ví el número que buscaba, que traía anotado en un viejo papel, el mismo que ella me dio aquélla vez. Ahí estaba. Subí el escalón del porche, cuyas paredes y piso de granito negro lustroso permitían destacar la rojiza y voluminosa puerta de cedro y los dorados y brillantes bronces de los picaportes y el portero eléctrico. Me dirigí hacia él y apreté el botón del 5° B. Instintivamente, con la punta de mi lengua, recorrí mis labios saboreando de nuevo aquel ligero gusto a durazno y, mientras esperaba que me atendieran, mis pensamientos me llevaron velozmente a aquel verano cuando la conocí.
II
El último año de Isabel Perón, fue el preludio de la más negra noche de los argentinos. Y fue particularmente duro para quienes estábamos en el campo de la “subversión apátrida” - como nos habían nominado. En esa clasificación entrábamos casi todos los argentinos que queríamos un país con democracia y justicia social. El accionar de la trístemente célebre Alianza Anticomunista Agentina se cobraba víctimas todas las noches y los conciertos de bombas nos proporcionaban un sueño agitado y febril. En esa época mi compromiso con la revolución socialista se transformó en una opción de vida y quemé las naves como tantos jóvenes de mi edad.Había llegado a “La Docta”, pocos meses antes del Cordobazo, trayendo a cuestas los consejos frescos de mi viejo: “estudiá y no te metás en líos”, forjados desde hacía un par de años cuando mi destino de estudiante de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional de Córdoba ya parecía inmodificable y la televisión nos traía las imágenes de la resistencia estudiantil contra el onganiato.Los llevé a la práctica durante el primer año: fui un estudiante ejemplar. Pero luego de las agitadas jornadas de mayo, las asambleas estudiantiles, el Viborazo, la toma de la facultad, el aire olia a rebeldía. Era imposible abstraerse de esa atmósfera afiebrada de discusiones, de agitación, de lucha, de sueños. Yo lo vivía también como una oportunidad de empezar a sentirme parte de un colectivo. Incluido. Tener una identidad. Superar mis debilidades a partir de encontrar convicciones que me permitieran un andar más seguro en este accidentado derrotero de la vida. Todo empezó como una búsqueda de mí mismo.En esa camino me ganó la obsesión de ver algún día no muy lejano al ejército proletario entrando triunfante por la avenida General Paz y no mucho tiempo después me enrolé convencido en la causa revolucionaria.La militancia convirtió mi vida universitaria en un experimento social y en la medida en que crecían mis convicciones y compromisos empecé a dejar los objetivos primitivamente anhelados de ser un exitoso ingeniero. A poco de andar, las decisiones de la organización y mis propias inclinaciones me fueron alejando del ambiente universitario, ligándome sin retorno al combativo movimiento obrero cordobés. Así es que el objetivo de la “proletarización” me llevó a abandonar definitivamente la Facultad.
III
Comunicarle a mis padres que abandonaba mis estudios – que estaban realmente avanzados – fue uno de los acontecimientos más traumáticos de mi vida. Los viejos me los habían costeado con mucho sacrificio y mi padre – particularmente - como buen pequeño burgués – profesional- con aspiraciones y basado en su propia experiencia, veía también en la obtención de un título, la posibilidad de un futuro promisorio para sus hijos. Yo sabía lo que significaba para ellos, sobre todo porque siempre fui buen estudiante y estaba haciendo una buena carrera y nunca habían tenido un indicio de que pudiera tener este desenlace.En diciembre de 1975 viajé a Mar del Plata para comunicarles esa decisión y para pasar con mis hermanos y amigos del Nacional Mariano Moreno unos buenos días de mar, sol y playa, como casí todos los veranos cuando terminaba el año de estudio. De todas formas la dureza del trance que debía pasar no me permitía gozar de esta idea y me torturó durante el cansador y tedioso viaje de ida.Como era previsible, se sucedieron charlas, preguntas sin respuestas comprensibles para ellos, balances y momentos emotivos con lágrimas incluidas. Al final llegó la hora de volver a Córdoba a vivir esta nueva y decisiva etapa de mi vida, que había comenzado meses atrás pero que oficializaba ahora.A la terminal de ómnibus concurrieron mis padres a despedirme y allí se repitieron las escenas emotivas, donde todos llorábamos ante la mirada curiosa del resto de los pasajaros que esperaban en el andén. Mi padre, mudo, mostraba con su mirada que me sondeaba hasta el alma y sus ojos rojos y saltones como nunca, su dolor, pero también su comprensión y su respeto por mi decisión. Mi madre me cubría de besos.-¡Cuidate hijo! - ¡escribí! - me repetía endureciendo las mandíbulas para parecer fuerte.Cuando estaba por subir la ví.Estaba acompañada por una mujer joven pero algo mayor, que después corroboré que era su hermana y habían estado atentas a los pormenores de nuestra despedida. Entre las lágrimas y como al descuido repasé rápidamente sus rasgos y su figura: tendría unos veinte o veintiun años y era linda como un sol. Inmediatamente crucé los dedos deseando que me tocara de compañera de asiento.Me despedí de mis padres y subí al colectivo. Me tocó al medio, sobre la ventanilla del lado derecho. Me acomodé en el asiento tratando de relajarme mientras miraba sin ver y pensaba que me había sacado un terrible peso de encima. En esos breves instantes que siguieron subieron las hermanas buscando los asientos y pasaron hacia el fondo del vehículo. Una rápida mirada cruzamos mientras me terminaba de secar las lágrimas. El Expreso Córdoba – Mar del Plata arrancó y el asiento de mi lado y el del frente del otro lado del pasillo quedaron vacíos.
IV
Los viajes que casi todos los años hacía en colectivo desde Córdoba a Mar del Plata y el correspondiente regreso, eran interminables en aquella época y tenían, para mí, un encanto especial. Imaginaba siempre que vivía un romance fogoso con mi bella compañera de viaje, en medio de la oscuridad cómplice de la noche. Generalmente esos sueños terminaban abruptamente cuando a mi lado se sentaba un morocho grandote, o una monja o un chiquillo gritón e inquieto o aquel paisano que no paró de hablar hasta que se bajó en medio del campo sin haberme permitido ni siquiera intentar dormir un poco. Pocas veces la suerte se aproximó a mis deseos. Pero ahora el asiento estaba vacío y aun todo podía pasar.Y pasó. Un par de minutos después de la partida sentí una voz tímida.-¿está desocupado?.Giré mi cabeza y las vi. Alcancé a asentir con un gesto mientras intentaba que el "sí", se abriera paso en el nudo que se me había formado en la garganta. Su hermana se sentó en la butaca del frente y ella se acomodó a mi lado. Nos miramos como si nos conociéramos desde hacía mucho.
-Soy Graciela– se presentó
-Osvaldo - contesté
-¿Porqué llorabas?
Le expliqué. Así entramos obligadamente en los pormenores de mi vida y de la de ella y abrimos la puerta a un estado de intimidad que se fue acentuando al compás de la caída de la tarde que transcurrió sin que nos diéramos cuenta.
Ella era de Bolívar, una ciudad del centro de la Provincia de Buenos Aires que estaba en la ruta del “lechero” Expreso y a la que llegaríamos en las primeras horas del día siguiente. La familia tenía un departamento en Mar del Plata, en el que se alojaban casi todos los veranos. Tenia el pelo castaño con reflejos rubios, ojos claros y transparentes, labios carnosos apetecibles y una naricita respingada que sobresalía apenas de la cara que era redonda y de tez blanca. Su cuerpo delgado y de buenas y armoniosas formas se había ido aproximando cada vez más al mio en la misma medida del aumento de la confianza y la aceptación mutua.
Con el caer de la noche, el interior del coche ya a oscuras acrecentó la atmósfera intimista de nuestra conversación y definitivamente sentimos que el azar, el destino o la energía cósmica, nos otorgó un premio estímulo para seguir viviendo, reuniéndonos en ese mundo de dos asientos para nuestro goce.
Tomé su mano que dócilmente se entregó a la mía, mientras miraba como hipnotizado su rostro, que en la penumbra, adquiría un halo de misterio, seducción y deseo, que expresaba a través de sus ojos que brillaban clavados en los mios. Lentamente acerque mi boca a su boca, que esperaba húmeda y entreabierta y nos dimos el primer beso. Tierno, sabroso, con sabor a durazno. Y luego siguieron otros que de mayor a menor fueron ganando en pasión.
-¡ojalá nos hubiéramos encontrado en mar del plata! – me decía susurrándome al oído
Sabíamos que teníamos poco tiempo. Decidimos entonces dejar hablar solo a los sentidos. Besos, caricias, miradas y suspiros. Los pasajeros dormían. Su hermana también lo hacía del otro lado del pasillo o disimulaba con complicidad. La negrura de la noche solo era cortada como con una filosa navaja por la luz de los vehículos que circulaban en sentido contrario y el ruido parejo del motor del colectivo era una somnolienta música en medio de la nada. Habíamos perdido la noción del tiempo y del espacio. Nadie existía. No teníamos pasado ni futuro, solo presente.

V

No sé precisar en que momento sentimos el silencio. La oscuridad y el silencio. Tanto que nos sobrecogió
-¿qué pasa? - Me pregunté.
El colectivo estaba detenido. Había un ambiente denso, una calma pesada. Nos levantamos y vimos asombrados que los pasajeros no estaban en sus asientos. Recorrimos uno por uno. Nadie. Intentamos mirar por la ventanilla pero estaba sellada por una negrura impenetrable.
-Vamos -le dije- bajemos, debe haberse roto algo.
Estaba seguro de que estarían todos abajo esperando algún refuerzo. Pero ¿cómo no nos habíamos dado cuenta? ¿tanto puede perdernos la pasión? ¿tanto puede anular los sentidos?. Abrimos la puerta hidráulica con un poco de esfuerzo y bajamos. Afuera había una niebla espesa; impenetrable; pero una extraña luminosidad surgía de algún lugar indefinido. No vimos a nadie. En realidad no se veía mas allá de nuestras narices. Todo era fantasmagórico. Pisábamos como sobre algodones y la niebla nos cubría. Tenia la sensación de que flotábamos y cada paso que dábamos era en cámara lenta. Ella no había pronunciado palabra desde que dejamos el colectivo y permanecía a mi lado con su mano fuertemente aferrada a la mía. <¿Dónde se habrán metido?>.
-¡Eh! -grité- ¡Dónde están!. La respuesta fue un silencio que me golpeó las sienes. Tuve un presentimiento funesto: seguramente nos topamos con un control militar y se los llevaron a todos pero ¿por qué a nosotros no?. La luminosidad nos acompañaba mientras nos movíamos no muy lejos del colectivo. Lo demás era oscuridad. Nada. De pronto vi una sombra. Un soldado con un fusil. El perfil de un vehículo. Aferré con fuerza la mano de Graciela mientras me preparaba para lo peor. Curiosamente no sentía temor. Tenía la convicción de que nada me podía pasar. Era su mano, estoy seguro. El soldado y el tanque desaparecieron en la bruma en medio del silencio. Hacia la izquierda se movió algo. ¡Por fin! Era el chofer.
-Oiga – le grité- ¿que pasó ? ¿donde están todos?. Pero el chofer se hundió en la oscuridad en medio de un ominosos silencio. - ¡Espere, no se vaya! - le gritaba yo mientras intentaba mover mis piernas para correr, sin lograrlo. Todo muy extraño. A pesar de todo estaba invadido por una agradable sensación de paz. De plenitud y seguridad, en medio de todo ese misterio. Como si esa misma inquietante niebla nos protegiera. Estaba seguro de que ni los milicos ni nadie podrían hacernos daño. Empezaba a acostumbrarme a la niebla y las apariciones y estaba seguro de que habrían otras. Como si jugáramos a las escondidas y me hubiera tocado contar, pero sin que nadie corriera a cantar piedra libre por los compañeros. Ahí veo a alguien que se mueve. Mi viejo. Es él. Tiene los ojos saltones llorosos como en la terminal. ¿Qué hace acá? Y mi vieja aferrada a su brazo. No pregunté nada. Sabia que desaparecerían en la bruma. Cuando se iban me saludaban con la mano. No pude evitar que cayera una lágrima de la reserva que me había quedado. Y siempre el silencio.La nada. Otros aparecieron también y se fueron como todos. Mis compañeros de militancia.El negrito López de Fiat y el cabezón Sufí, que con el dedo índice me decían ¡shhhh! ¡no hay que hablar! <¿no estaban desaparecidos?>
-No entiendo – le dije susurrando a Graciela apretándole fuerte la mano - volvamos al colectivo ya tuve suficiente. Estamos solos vos y yo. La miré y le busqué los ojos pero la niebla también la había tapado. Solo sentía su mano.
-Esto no tiene sentido- fue lo único que le escuché decir.

VI

¡Los que bajan en Bolívar!- La voz del colectivero nos volvió a la realidad. Con desesperación nos besamos y acariciamos como si quisiéramos impregnarnos el uno del otro. Robarnos los aromas, los colores y los sabores. Llevarnos en nuestras manos la piel del otro.
Esto no tiene sentido....no tiene sentido – Decía ella con voz casi inaudible
pero sin resistirse a mi deseo – Si no vamos a vernos más.
Yo no la escuchaba no me resignaba a aceptar que todo había terminado.
¡Vamos Gra! - Escuchamos a su hermana.
- Me tengo que ir amor...
- Esperá, decime tu apellido y tu dirección en Mar del Plata - le dije cuando ya se iba por el pasillo hacia la puerta del vehículo. Rápidamente sacó un papel y una birome y escribió con pulso tembloroso. Bajé junto con ella y mientras sacaban las valijas de la bodega nos dimos los últimos besos.
- Esto no tiene sentido -volvió a repetir.
- Si lo tiene – Decía yo – los seres humanos somos puro recuerdo...no nos vamos a olvidar nunca de este viaje. Además el próximo verano te vengo a buscar.
El colectivo empezó a moverse. Yo me pegué a la ventanilla para verla por última vez. Alcancé a ver su mano levantada y sus ojos tristes, tanto como los míos. Enseguida su figura desapareció en la oscuridad de la noche.

VII

El repaso minucioso de aquel efímero pero inolvidable momento me hizo perder la noción del tiempo que había pasado frente a esa puerta. Nadie me contestaba. Volví a ver el papel. Indudablemente la dirección era esa. ¿Habrían venido ese verano? ¿ Era una dirección falsa?. Seguramente ya había alguien en su vida; al fin y al cabo no pasó un verano, pasaron dos.¿Por qué habría de esperarme?. Insistí una vez más y esperé cinco minutos. Finalmente decidí irme pensando que tal vez volvería. En la calle, ya el sol golpeaba fuerte y la gente pasaba dicharachera con bolsos, sombrillas y sillas hacia la playa. El aire estaba cargado de salitre y un penetrante aroma de flores y frutas. Olor a durazno
- pensé- y repasé con la lengua mis labios que tenían ese sabor; como hoy – después de tantos años – cuando me acuerdo de ella. Me encaminé hacía la Brístol. Quería ver el mar.▀-
 
Gringotilo

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