Fuga en el infierno del Guaviare

¡Ahora sí podemos ser compadres! Exclamé a modo de burla cuando vimos sollozante y demacrado a este explotador y asesino que a regañadientes pagaba los salarios que nos debía de varios meses. Sentimos una gran satisfacción por el alivio a nuestros flacos bolsillo y muy agradecidos con la guerrilla por haber escuchado nuestra denuncia y procedido contra estos mal nacidos. La guerrilla en Colombia era, por esos años, el Estado en muchas regiones del país...pero mejor voy a contar la historia desde el principio.
Nací en Gachalá, en un humilde rancho de la vereda de Murca, cuando todavía el río Guavio no había aplacado su ímpetu contra el muro de cemento de la represa  y fui el cuarto de nueve hermanos. Mi cucho, con su oficio de hachero y mi madre con sus arepas y tamales, trataban de sostener esa familia numerosa. De ella aprendí el arte de sobrevivir en la escasez.
Cuando cumplí los doce años seguí los pasos de mis hermanos mayores y me embarqué en la aventura de vivir; o mejor, de sobrevivir, aunque no me quejo; tuve momentos malos y otros en los que no me faltaron plata, fiestas y amores. Tuve oficios varios: hachero, domador, esmeraldero, peón rural para diversas labores, fui dependiente de una ferretería y hasta mecánico que para eso me daba maña; también me enredé en algunos negocios turbios que no voy a mencionar porque ya están perdonados -o eso creo -por el divino . 
Inicié mis ansias de recorrer caminos siendo un culicagao que apenas sabía manejar el hacha y en busca de oportunidades rumbié para Medina a casa de unos parientes medio lejanos que en su pequeña finca me emplearon para la  cosecha de yuca, por casa, comida y unas monedas.   Estuve  ahí un par de años y me fui con poco dinero en el bolsillo buscando mejor suerte en dirección a los llanos. Así llegué, después de deambular casi diez años por varios poblados y veredas camellando por poca plata, a un obraje, el más grande de la región del Guaviare. Allí me amañé y me hubiera quedado para siempre si no hubiera sucedido aquel hecho desafortunado.  Estaba bien considerado y por mi pericia y rendimiento cobré fama de ser uno de los más berracos con el hacha y la motosierra. Ganaba bien y no me demoraban la paga. Los fines de semana era cruzarse de recocha a San José a beber licor, a rumbiar o visitar a alguna querida. Yo no era un tipo que se pueda decir lindo, pero a esa edad tenía mi porte, ni alto ni bajo, pero sí fornido y una simpatía a prueba de balas. Con esos atributos, que supe aprovechar, nunca me faltó una pierna para pasar noches bien chéveres, arrunchadito y mimado. Por esos días me había enredado con una pelada que me me tenía tragado y por eso  de lunes a viernes agachaba la cabeza y con trabajo duro aceleraba el tiempo para volver a verla el siguiente fin de semana.
Ya llevaba más de cinco años en la maderera, cuando ingresó a trabajar un cucuteño que  al poco tiempo y ya integrado a la rutina de cruzar el río los fines de semana, empezó a gallinear a mi jeva.  Fue una noche de sábado que nos cruzamos medio jinchos los dos, peinilla en mano y con el pecho ardiendo por la bronca y el aguardiente.  Nunca busqué pendencia pero tampoco nadie me llevó por delante. Fue rápido,  sin darle papaya le tiré el poncho a la cara y lo ensarté hasta el puño debajo de la tetilla izquierda. Alcanzó a decir ¡juemadre!, se desplomó vomitando sangre y espuma por la boca y quedó tendido en el barro.  En un par de segundos, con los ojos inyectados en sangre y alcohol, con las sienes latiendo apresuradamente, me di a la fuga en medio de los chillidos de las mujeres y los empujones de los parceros que me  alertaban por la pronta llegada de los tombos.
La noche era cerrada y el río una serpiente oscura que ondulaba furiosamente amenazando tragarnos. La canoa que me facilitaron algunos amigos leales era pequeña pero resistente y con ella me largué rio abajo. En ese instante las cartas de la baraja que hacía unos años me favorecían, ahora me auguraban desgracias.
Navegué toda la noche llevado por la corriente medio adormilado por el guayabo y el cansancio. Al mediodía siguiente llegué  a un caserío que llamaban La Niña Santa, La Santa o algo así. Allí me alojó una familia que, sin hacerme preguntas, me fue dando razón de qué se podía hacer para ganarme la vida y ponerme a salvo de los fantasmas de mi pasado. Más allá reinaban las explotaciones madereras, que tiempo atrás habían sido caucheras, que a sangre y fuego y por pagas miserables hacían doblar el lomo a indígenas, fugitivos, y campesinos sin otro destino que vivir y morir a orillas del Guaviare.
-Como a no más de un día en la Isla La Sal- me dijo don Salustio, mi anfitrión- hay un tal Romero que ofrece buena paga, pero tiene mala fama. Susurran los demonios de la selva que nadie llega a cobrar y tampoco se los vuelve a ver. Y el río trae por las noches sus quejidos y lamentos. Si usted se anima...
Lo medité esa noche. Le di vueltas al asunto y viendo que no podía esperar más que miseria de otra forma y tenía que poner distancia a mis espaldas, me decidí a correr el riesgo y puse a mi canoa de nuevo en la correntada.  La vegetación de las orillas se hacía cada vez más espesa anunciando la irrupción de la selva amazónica. Al fin habiendo navegado lo dicho, llegué a una especie de precario muelle sobre la costa norte de la isla; detrás se podía ver una cabaña que respondía a la descripción que me habían dado. Sobre la orilla y escudriñándome, dos hombre armados. Fui arrimando lentamente mi canoa al muelle, con los músculos en tensión y sin dejar de sacar la vista de encima a los sujetos.
-¡Qué busca parcero! me gritaron antes de que bajara a amarrar mi embarcación.
-Me dijeron que podía tener trabajo acá- contesté levantando la voz
-¿Quien le dijo?
-Me dijeron en La Niña...La Niña...
- ...Santa...Le advierto que el trabajo es duro y la gente no aguanta mucho.
-Pues he camellado mucho en diversos oficios y no me asusta el trabajo.
-Hágale, lo llevaremos con el patrón. Él decide.
Empezamos a caminar por un sendero abierto entre la espesura de la selva guiado por un hombre de aspecto patibulario que emergió de la rústica construcción.  Luego de unos minutos de caminata, llegamos a un portón de dos hojas de unos cuatro metros de altura por el doble de ancho, que permitía el acceso a una fortaleza cerrada por una gruesa cerca metálica de la misma altura coronada por rollos de alambre de púas.
A unos cien metros del ingreso se encontraba una cabaña construida con guaduas y techo de palma, rodeada por una estrecha galería. Traspusimos la puerta de acceso a una especie de oficina donde había una mesa que oficiaba de escritorio donde se podía ver un desorden de  papeles, un par de tazas y restos de comida. Sentado detrás, un personaje obeso, con barba de varios días, de espeso bigote y  labios gruesos que dejaban ver una dentadura despareja donde brillaba un diente de oro. Sus ojos vidriosos que apenas se asomaban debajo del sombrero y entre una madeja de pelos negros y duros, se descargaron sobre mi humanidad, recorriéndome de arriba a abajo. Más parecía un gamín chandoso que el dueño de una empresa. Detrás de él dos hombres que portaban armas largas, oficiaban de custodios.
Hecha las presentaciones, no sin antes haberme rechazado despectivamente la mano que le tendí a modo de saludo y acordadas las condiciones de trabajo y el salario, me acompañó mi ladero hasta una cabaña un poco más grande que oficiaba de albergue para el personal. En el lugar, que tenía una pequeña ventana por donde entraba un poco de luz había dos hileras de chinchorros de fique, al fondo un pequeño baño y  cerca de la entrada una estufa a leña, una pileta y una destartalada mesa. Allí ocho hombres de aspecto rudo y caras de  pocos amigos me saludaron desganadamente. Me asignaron un chinchorro y un casillero metálico donde dejé mis pocas cosas indicándome que descansara, que al día siguiente empezaría la faena bien temprano.
Cuando quedamos solos, nos presentamos; me anoticiaron rápidamente sobre las características del trabajo y me hicieron participar de un suculento sancocho de pescado y un guarapo de sobremesa. Engullí casi sin respirar esa comida que venía a saciar en parte la hambruna que traía atrasada y me desplomé en la hamaca que me tocó en suerte.
El día amaneció con sol y sin amenaza de lluvia, fenómeno raro ya que casi permanentemente el cielo descargaba torrentes de agua sobre esa selva espesa donde el calor, la humedad y los zancudos formaban una micro atmósfera sobre nuestros cuerpos a menudo insoportable. Después de desayunar una changua con arepas y una buena taza de tinto, salimos provistos de hachas y motosierras hacia un claro en la selva, donde se podían observar voluminosos troncos diseminados por todas partes. La finca tenía algunas reses y cultivos de frutales, hortalizas y legumbres de todo tipo para el consumo de la familia y el personal de la finca. Recién cobraríamos cuando se terminara el trabajo, tal el arreglo que teníamos todos.  Así es que andábamos sin un peso en el bolsillo, pero tampoco teníamos donde gastarlo. Para cigarrillos, aguardiente y algunas extras había una pequeña tienda mal abastecida que nos fiaba y que se cobraría al finalizar el contrato. Eso sí, comida no nos faltaba: frutas, verduras y carne teníamos a disposición, cosa que puedo certificar con los cuatro o cinco kilos de más que tuve al irme.
Así comenzaron a pasar los días, comer bien, trabajar  hasta que se iba la luz, y por la noche a mamar gallo y prenderse en algún juego  de cartas, dados o rana, donde apostábamos poca plata que era anotada en un cuaderno para saldar cuando cobráramos. Ocasionalmente nos desafiábamos al tejo en una cancha contigua a la cuadra, pero como estaba a la intemperie solo podíamos usarla cuando no llovía, cosa que era bastante raro.
Un día la ví. No era bella pero tenía un cuerpo elástico y bien formado y una mirada que me perforó cuando se cruzó con la mía;  le calculé unos veintitrés años, aunque una vida sufrida le puede haber agregado algunos más en el semblante. Así como apareció se fue, y se reunió con otras mujeres que se encontraban en la galería de una casona que estaba a cien metros de las oficinas principales de la finca. Oculta por gruesos y añosos árboles y fuera del trayecto que habitualmente hacíamos para ir a nuestras labores, no había reparado en ella hasta ese día que a la postre sería clave. Quedé prendado de esa  aparición y empecé a idear una forma de llegar hasta ella.
A la noche en la habitual tertulia con los demás trabajadores, mientras jugábamos a las cartas, indagué sobre lo que había visto. Me miraron con temor y con señas y monosílabos me indicaron que lo dejara pasar y que me olvidara de esa vaina. Nada dijeron. El misterio acicateó mi espíritu inquieto y me prometí averiguar todo sobre esa pelada. Así que desde ese día busqué con obsesión la oportunidad de volver a encontrarla.
Habrían pasado varias semanas sin que tuviera noticias de esa mujer, hasta que un día bajo una fuerte lluvia, nos encontramos de frente en mi ruta al obraje. Ya llevaba dos meses y medio en esa finca. Ella venía con una sombrilla tratando de guarecerse bajo las copas de los árboles más frondosos. Nos saludamos con un "hola, que más", "que tenga buen día", "que diosito me lo acompañe" y volvimos a cruzar esas miradas cargadas de deseos. Nos habríamos distanciado unos diez metros cuando me volví y le pregunté "¿como se llama su merced?" "Marta ¿y usted?" "Nelson, para servirla". Y seguimos viaje cada cual para lo suyo. Me fui con el corazón brincando en el pecho y una sonrisa de oreja a oreja.
Esta vez no pasaron tantos días para volver a verla, señal -pensé- que ella también me buscaba. El deseo nos empujó a los dos a la espesura donde dimos inicio a un amor prohibido y peligroso. Allí mismo me hizo jurar que nadie se enteraría porque su padre nos haría matar. Me anotició que ella, su madre y seis hermanitas menores vivían solas, prisioneras de su padre que era un ser violento y alcohólico que ni vivía con ellas; comía y dormía junto a sus sicarios. Ni siquiera había permitido que salieran a estudiar, y si sabían leer y escribir es porque su santa madre había procurado enseñarle lo poco que ella había aprendido; que no han conocido amigos, ni otra cosa que no sea esa casa prisión ni otros hombres que esas bestias que cada tanto venían a proveerles de víveres y demás cosas para cubrir sus necesidades.  Me informó que esa cerca que había observado al llegar, rodeaba toda la finca y por lo que sabía, nadie de los que habían venido a trabajar había podido salir. Nunca hicimos preguntas pero muchas noches hemos sentido movimientos raros, ruidos extraños, murmuraciones y disparos y al día siguiente faltaban trabajadores a los que nunca más volvimos a ver. Estas revelaciones me hicieron acordar sobre las advertencias de don Salustio y un frío helado me corrió por el espinazo. Hasta allí no habíamos cobrado un peso; cuando termine el trabajo había dicho Romero, y no nos habíamos preocupado porque comíamos bien y nadie nos molestaba. Pensé, recordando aquel cuento infantil, que nos estaban engordando para meternos en el horno.
Esa noche conversé el tema con el Ruflo, un morocho samario, que había hecho buenas migas conmigo y que llevaba ahí casi un año y era el de mayor antigüedad en la finca. Era un berraco para trabajar y tenía -como casi todos los que allí nos juntamos- algún secreto que guardar. Me escuchó casi en silencio y cuando finalicé me dijo que algo le habían contado pero que pensó que era puro chisme. Aunque hacía tiempo que estaba pensando en el tema y mascullando sobre la salida y el cobro de los salarios, porque ya se estaba terminando el trabajo. Va pa' esa - me dijo- y desde esa noche empezamos a idear cómo salir de ahí.
De a poco fuimos conversando con todos, después de asegurarnos de no tener un sapo en el grupo y empezamos a estudiar el terreno; el movimiento de los sicarios; como sortear la cerca y cruzar el río. Mientras preparábamos el plan íbamos bajando la producción para estirar el tiempo y aceitar los preparativos para la fuga.
Durante todo ese tiempo mis encuentros furtivos con Marta se hicieron una rutina y un día la puse al tanto de nuestro plan. Ella nos pidió que la lleváramos junto  a su madre y hermanas y que sabía como cruzar el río. En la otra orilla, por el lado sur, vivía la familia de un tío, con el que su padre -medio hermano- había roto relación. La conexión con sus parientes la hacían a través de un lanchero de confianza que cada tanto transportaba ganado de y para la finca, que oficiaba de mensajero. En ese lanchón entraríamos con facilidad las diecisiete personas que debíamos fugarnos de esa cárcel.
El día llegó. Fue cuando el capataz nos informó que quedaban un par de jornadas de trabajo y por lo tanto ya nos avisarían cuándo debíamos pasar a cobrar la liquidación de los seis meses trabajados; que preparáramos todo para  abandonar la finca. Marta se comunicó con el lanchero y envió un mensaje a su tío: en la noche siguiente estaríamos allá, que prepare todo para recibirnos. Esa noche ajustamos los detalles. Armamos las mochilas, verificamos que no faltaran linternas y un poderoso alicate para cortar el grueso cerco de alambre. Ese último día realizamos nuestras labores apurando las horas para que llegue el momento de la operación. Cuando retornamos a la cuadra, nos aseamos y esperamos en tensión la oportunidad de salir. Como lo habíamos cuadrado, cuando ya era noche cerrada, la lluvia que empezó a caer torrencialmente vino a darnos una ayuda inesperada, porque  el golpeteo furioso del agua contra las tejas de zinc  tapó los ruidos que hicimos al escabullirnos por el ventanuco de atrás, impidiendo que los sicarios que custodiaban la entrada, nos oyeran. Por otra parte, cubiertos por gruesas capas y refugiados bajo techo con poco interés en salir a mojarse para hacer su ronda, tampoco pudieron vernos.
Después de caminar una media hora llegamos hasta la cerca donde nos esperaban Marta y su familia. Rápidamente nos pusimos en la tarea de cortar los alambres, cosa que nos demandó un buen esfuerzo y salimos para introducirnos en la selva rumbo al río. Marta nos guiaba y allá íbamos, empapados, en silencio en medio de una negrura que las linternas apenas podían perforar. El ruido de la lluvia sobre las hojas, el estruendo de algunos truenos, el zis zas de las peinillas desmalezando el camino, el chapoteo de las botas en el barro y las sombras que se meneaban a nuestro derredor, completaban un cuadro estremecedor que atemorizaba y alimentaba las supersticiones de algunos que masticaban rezos y blasfemias.
Después de una hora llegamos a la orilla. En un recodo de ese brazo del río, vimos el perfil sombrío del lanchón y un hombre que nos hacía señas para que embarcáramos. Lentamente fuimos subiendo uno a uno, cargando a las chinas más pequeñas. Finalmente acomodados en el lanchón, emprendimos viaje hacia la libertad. Atrás nuestro, solo se oía, como una cascada, el ruido de la lluvia.
El cruce fue breve y en contados minutos estábamos siendo recibidos por el hermanastro del bastardo, quien después de abrazar afectuosamente a su cuñada y sobrinas, nos saludó efusivamente indicándonos el camino a su casa. Ésta era sencilla pero espaciosa y tenía la calidez de un hogar familiar. Su esposa e hijos nos atendieron amorosamente y después de asearnos y cambiar nuestras ropas mojadas, nos sirvieron una rica sopa de patacones, mientras relatábamos los pormenores de nuestra fuga. Cada tanto nos interrumpían con algún improperio hacia el pariente y traían a colación las mil y una maldades que se le adjudicaban, entre ellas la desaparición de sus trabajadores, algunos de los cuales fueron vistos flotando en las turbias aguas del Guaviare.
Al día siguiente, después de un reparador descanso en las hamacas que nos habían colgado en un galpón que hacía las veces de granero, taller y establo, donde compartimos nuestro sueño con los mugidos de un par de vacas bastante discretas, y luego de un suculento caldo de costillas con arepas y café, le manifesté a nuestro anfitrión la preocupación por cobrar nuestra paga ya que no teníamos un peso en el bolsillo. Don Silvano, que así se llamaba el tío de Marta nos dijo que nos contentáramos por haber salvado la vida y que el cobro de los haberes era cosa difícil. Que podríamos hacer la denuncia en San José, pero es dudoso que alguien se quiera meter con semejante mafioso. Por estas tierras las armas son la ley y tal vez la guerrilla pudiera hacer algo.
Por esos años el M19 controlaba esos territorios. Pues a ellos habrá que recurrir me dije. Sabedores de que en la zona de El Retorno había un campamento guerrillero, emprendimos, el Ruflo y yo,  la marcha en canoa hasta un puesto de mulas en las inmediaciones de San José y luego de allí en las bestias desandamos los treinta kilómetros hasta el pueblo.  No fue difícil anoticiarnos sobre el sitio donde estaba el jefe del grupo guerrillero, ya que sus miembros circulaban abiertamente por las inmediaciones y fue el mismo alcalde quien nos presentó a quien nos llevaría a él. Le informamos sumariamente de que se trataba y acordamos un día para la cita.
Ese día con los contactos empezamos a adentrarnos en la selva y en un punto llegamos a un retén donde había tres pelados con uniforme militar armados con fusiles. Allí nos encapucharon y seguimos caminando por una hora aproximadamente hasta que llegamos a un campamento a eso del mediodía. Cuando nos sacaron las capuchas pudimos ver tiendas de campaña; cabañas de guaduas y palmas; hamacas colgadas por todas partes, cocinas, fogones con cazuelas humeantes que nos abrieron el apetito y varios hombres y mujeres que circulaban haciendo tareas diversas. Nos llevaron ante el jefe, comandante "Equis" -así nos lo presentaron- un tipo alto y delgado, con una larga pelambre negra que caía como cascada sobre las orejas desde una cachucha verde oliva, de barba candado del mismo color, tez aceitunada y curtida, nariz aguileña, cejas negras y espesas que echaban sombra sobre unos ojos curiosamente claros y de mirada inquisidora; parecía tener entre treinta y cinco y cuarenta años. Nos saludó con un apretón de manos y amablemente nos ofreció asiento en unas banquetas de madera de guayabo forradas con pieles.
-¿Qué más compañeros, que se les ofrece?-nos dijo Equis después de hacer que nos sirvieran una buena taza de café- Ya algo me dijeron sobre el problema de ustedes, pero por favor denme detalles sobre esa vaina.
Así lo hicimos, dándole datos sobre la cantidad de hombres, de sus movimientos y precisa ubicación de la finca del tal Romero. También de la casa del pariente donde nos alojábamos, donde prometió que en pocos días se nos pagaría lo que se nos debía. Terminada la reunión nos hizo servir un suculento almuerzo para luego devolvernos por donde habíamos venido. Al día siguiente estábamos regresando a la casa. Ya más tranquilos, le dije al Ruflo que informara a los compañeros; yo tenía un asunto que atender con la mayor de las hermanas.
Habrían pasado dos días cuando vimos llegar a Equis con cuatro hombres trayendo a los empujones al crápula de nuestro ex patrón que venía con el terror pintado en la cara. Uno a uno nos fue pagando la deuda hasta el último peso, dejó una suma importante para su familia y sin despedirse de su esposa e hijas que no lo quisieron ver porque aun le temían, así como vino se lo llevaron. Agradecimos al jefe y cuando indagué, por pura curiosidad, sobre lo que sería de la suerte de estos malnacidos, apretó los labios y me miró con ojos que echaban fuego. No faltó más para entender.
La semana siguiente se nos pasó entre celebraciones y despedidas. De a poco se fueron yendo cada cual al encuentro con su destino. Con el Ruflo montamos de nuevo una canoa que nos facilitaron, otra vez río arriba. Había arreglado las cosas con Marta prometiendo que cuando consiguiera un trabajo estable iba a volver por ella y emprendimos viaje  para San José de donde me había llegado la noticia de que el hombre de la trifulca y por el que había huído, no había colgado los guayos. 
Con el tiempo nos enteramos que el M19 había hecho justicia con Romero y sus sicarios, que en el lugar habían encontrado más de un centenar y medio de cédulas, fotos y otros efectos personales, y que la finca había quedado en manos de Marta y sus hermanas, quienes la habían convertido en una explotación ganadera y agrícola floreciente.
Con el cucuteño, que resultó ser un buen compadre, anduvimos juntos un buen tiempo y nos juramentamos volver a aquélla isla. Pero como dice el refrán, que el hombre propone, la mujer dispone pero el diablo sopla, no cumplimos nunca.

Alberto Hernández



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