La puerta


Pasé por el corralón y la vi; apoyada contra una pila de maderas y cubierta de polvo. Era una puerta de cedro macizo, con tableros y herrajes de bronce, exquisita y artísticamente trabajados. Debía medir no menos de tres metros de alto por un metro y medio de ancho. Desde ese instante la quise para mi.
El dependiente me explicó que tenia como ciento veinte años y que había sido parte de una de las entradas del palacete de una familia tradicional de la ciudad. Habían transpuesto esa puerta, aferrado su picaporte y apoyado en su marco, innumerables damas y caballeros de renombre; ilustrísimos personajes de épocas glamorosas y mucho poder; algún revolucionario o caudillo. Indudablemente ese pedazo de madera era historia viva. Cuando le pasé la mano, la olí y apoye mi oreja contra ella, pude sentir su vibración, los aromas a acacias y jazmines, los mumullos de las tertulias y el ardor de las discusiones políticas y las conjuras de poder. Pregunte el precio y la compré. Ya en mi casa, la instalé, clavándola firmemente en el patio de tierra, debajo de un enorme laurel. Cuando terminé mi trabajo, me quedé contemplándola un largo rato y finalmente me decidí. Con un fervor religioso, hice girar la llave para abrirla y lentamente pase por debajo de su dintel hacia el otro lado. Luego me apoyé en una de sus jambas, la acaricié. Hice lo mismo con la puerta, con sus labrados y bronces, como si fuera una amante y volví a trasponerla en sentido inverso cerrándola nuevamente con llave. Repetí esa liturgia durante mucho tiempo. Un día hice lo que venía madurando desde hacía tiempo: cruce la puerta hacia el otro lado y cerré con llave. No volví más.
Alguna vez alguien la encontrará y tal vez percibirá que yo también pasé, aunque con menos gloria, por este mundo.
Gringotilo

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