Historias de aquella piecita de Alberdi I



Ayer distraído volví con mis pasos a ese rinconcito del pasado y ahí estaba todavía. Le saqué un par de fotos porque no podía creer que hubiera resistido inalterable el cerco arrollador de los edificios de altura. Como hace exactamente 34 años ahí estaba la humilde piecita de aquel conventillo de Neuquén 176, dándole la espalda al local vacío del mítico "Lomitos 348" que ya mudó a otros sitios mas paquetes. Con el perfil exacto de sus viejos ladrillos y su techo de chapa viva, causante del clima de baño turco en el verano y de congelador en el invierno. Ahí esta todavía en pleno barrio Alberdi, en el corazón combativo y bien celeste del Clínicas, donde todavia, si se presta un poco de atención, se escuchan repicar los caños de los postes de luz llamando a resistir.
¡Cuántas historias guardan sus paredes y su techo de dos goteras! Se subía y tal vez se sube aun, por una escalera estrecha de hierro pegada al muro del fondo que se continuaba en un pasadizo protegido por una baranda del mismo metal. A mitad de camino estaba la puerta de entrada; mas allá y sobre la izquierda otro espacio que parecía haber sido una cocina, pero que nunca usamos; no obstante era un extra que junto con el sol que nos inundaba, nos daba un estatus superior al resto de los inquilinos que se apiñaban con hijos y abuelos dentro de cuatro umbrosas paredes sin ventanas. Justo debajo de nuestra humilde morada, estaba el baño compartido por los inquilinos de la mitad del fondo del conventillo. Era enorme y oscuro como el resto de los ambientes de la casa. Desmesurado para contener un inodoro, un sencillo lavabo y un viejo y deteriorado calefón a alcohol, que solo dejaba caer cinco o tal vez seis gotas calientes y cada tanto por las rendijas de la nave, algunas de alcohol encendido que chasqueaban cuando pegaban en nuestro cuerpo. Había que ser guapo para bañarse ahí.
Nuestra pieza, tenia dos goteras. Una a los pies de las dos camas de una plaza; allí caían las gotas en los días lluviosos del estío, sonora y monócordemente en un balde de plástico. La otra gotera era de deshielo; de invierno. Cuando salia el sol y derretía la escarcha del techo, se filtraba una remolona gota helada justo en mi oreja izquierda. En las noches de invierno, el frío era mas frío en la piecita. La chapa se congelaba e irradiaba su baja temperatura. Entonces encendíamos nuestra vieja estufa Volcán a kerosén; a los pocos minutos ya había calentado el ambiente, pero como la pobre quemaba bastante mal en ese mismo tiempo los efectos de la combustión ya habían dejado ardiendo nuestros ojos. Aguantábamos todo lo que podíamos y la apagábamos; al instante el frío bajaba desde la chapa y nos golpeaba duramente en el cuerpo. Había que frotarse y moverse, hasta que se disipaban los gases y podíamos volver a prender la estufa. Y así sucesivamente se renovaba el bipolar ciclo frío-calor, sin estadios intermedios. Ni que hablar de lo que padecíamos en el verano. Era un verdadero infierno, que hubiera acobardado al propio Dante. La chapa castigada por el sol adquiría elevadas temperaturas y convertía a la piecita en un sauna. Las siestas eran más confortables afuera, al rayo del sol, que bajo la chapa cruel.
Además de las camas, teníamos un roperito y una mesa de luz. A ese lugar fuimos a vivir con el Pato. Era uno de los poco lugares limpios y seguros que tenia nuestra organización política en Córdoba. En esa piecita vivimos un año y medio, pero las historias que cobijaron sus paredes fueron tantas que parecieron muchos más. Allí disfruté el tiempo breve del amor en la clandestinidad, compartí el sentido del humor con el Pato, me divertí con sus peleas por la higiene, con el Viejo cuando estuvo "guardado" en el conventillo por unos meses; allí me dieron por muerto y por eso le produje el primer infarto a mi viejo; preparé mi estrategia para salvarme de la colimba – y me salvé -; también fue mi aguantadero mientras vivía provisoriamente en otra pensión armando mi historia personal para poder entrar en Fíat.
Y fue en ese lugar donde me desperté en la madrugada del 24 de marzo de 1976 con una marcha militar y el comunicado numero uno, que daba inicio a la mas terrible etapa de los argentinos. Ya con el sol en alto y el conventillo alborotado, salí a la puerta y me topé con el ejército represor allanando barrio Alberdi, casa por casa. Volví sobre mis pasos, armamos con el Pato un paquete con todo lo comprometedor que teníamos en la pieza , lo puse en una bolsa de compras y salí silbando bajito entre la milicada hasta el primer baldío que encontré en la Quinta Santa Ana.
El barrio celeste, celeste, ese día era verde, verde oliva.
Gringotilo

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