Bolitas

Había bajado el sol y ya la canícula veraniega no apretaba tanto. Estaba lindo para caminar. A paso cansino nos internamos por Zumarán, barrio popular donde las tertulias familiares se hacen en las veredas, el cuarteto suena a toda hora y los changos ya sin la obligación de la escuela llenan la plaza, las calles y los baldíos.
En la esquina de Lulio y Angel Gallardo hay uno de esos espacios -amplio-de tierra apisonada, frente a un par de humildes viviendas con cercas de ligustros y rosales, cobijadas por la sombra de una florida magnolia. Sobre la inexistente acera se yergue un añejo y frondoso paraíso y bajo su sombra fresca, parejas de chicos, unos por un lado y otros por otro jugando a las bolitas. Bolones, aceritos, cristales, japonesas y también las sencillas de cerámicas, ruedan por la tierra haciendo "hoyo y quema" o esperan ser sacadas de la "redondela". Los changuitos, ladeando la lengua y achinando los ojos afinan la puntería para tratar de darle a la de su adversario. Y vuelvo a escuchar aquellas "cantadas" que también decíamos en nuestra niñez: ¡enderecera!, ¡como la ve!, ¡limpia!, ¡no hagai goma!.
En un instante recordé aquéllos juegos de la infancia y la pubertad, cuando no habían computadoras, celulares,  juegos  electrónicos, ni televisión . Me vinieron a la mente las tardes de bolitas, figuritas o trompos; de "María bizca", "patrón de la vereda", "martín pescador", la "mancha venenosa", los interminables picados que se extendían hasta la noche cuando teníamos que adivinar por donde iba la pelota, o cuando la  fantasía se hacía carne en los duelos de vaqueros o feroces batallas de romanos con espadas de madera. ¡Y cuántos otros donde desplegábamos la imaginación y la destreza!
A los pocos días volví a pasar por la esquina y ahí estaban los chicos dándole duro a las bolitas. Pensé reconfortado que no todo estaba perdido.

Alberto Hernández

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