En una fábrica de la Ruta 9
Si a la vida. Sí al amor. Sí a la generosidad. Pero el hombre es también un no. No a la indignidad del hombre. A la explotación del hombre. Al asesinato de lo que hay más humano en el hombre: la libertad.
Frantz Fanon
Era un día soleado en Córdoba.
Estábamos comiendo nuestro almuerzo sentados en el suelo, con la
espalda sobre la pared de la fábrica. A mi lado el Foca, más allá
la Vaca y en línea, la mayoría de los compañeros del movimiento
huelguístico emprendido contra el concesionario del comedor
reclamando mejor comida y precios. Estábamos en el invierno de 1978,
la dictadura se desplegaba en su nefasto esplendor.
Sacábamos por entonces un periódico llamado Alternativa
Socialista del que solo vieron la calle dos o tres números. Cuando allanaron el lugar que oficiaba de imprenta no salió más. Yo metía los diarios en la
fábrica y los dejaba en el baño, sala proletaria de lectura por excelencia. Cada tanto algún supervisor "ortiva" golpeaba la puerta
porque de acuerdo a los tiempos de producción te estabas demorando
mucho en hacer tus necesidades. En esa fábrica, nos juntamos por
azar varios activistas políticos y sindicales; algunos que hacía un
par de años ya estaban y otros como yo, recién llegados. A poco de
estar nos olfateamos, nos percibimos y con pocas palabras ya sabíamos
quien era quien. Con varios de ellos seguimos trabajando juntos en otro lado y con otros nos reencontramos en ambientes políticos.
"Cuesta Hnos", era una de las numerosas
autopartistas que integraban el importante complejo metalmecánico de
Córdoba. Por efecto de Martinez de Hoz y sus Chicago Boys, con el
tiempo terminó fabricando calefones y otros artefactos para el hogar. En aquel tiempo con sus doscientos operarios proveía de múltiples y ventiladores para Perkins y chapones para tractores Fiat
entre otras cosas. Se encontraba varios kilómetros mas allá de
Ferreyra, lo que me obligaba a estar en pie a las cuatro de la mañana.
A esa hora empezaba mi rutina en la pensión de Nueva Córdoba,
adonde había ido a parar en uno de los tantos cambios de domicilio y
que resultaría mi último de soltero. Toda la rutina mañanera
estaba rigurosamente calculada para tomar el ómnibus de la empresa
que pasaba por el bulevar Junín (hoy Illía) y que nos llevaba, todavía sin poder despabilarnos, hasta la metalúrgica. Si lo
perdíamos había que ir en el interurbano Malvinas Argentinas pero
sin garantía de poder llegar a horario.
Yo había intentado entrar como
soldador, pero después de hacer una costura desastrosa me
descalificaron – ya venía fracasando tupido en pruebas que
me hicieron en otras firmas - y como necesitaban gente entré de peón a la sección
herrería. Lavaba múltiples, martillaba chapones o hacía roscas
pasando el macho cansinamente. Una vez, estando justamente en esa
tarea, vi una sombra que se me acercó rápidamente. Era un morocho,
con cara de verdugo, macizo por – debo suponer – años de trabajo
duro. Seguramente llegó a supervisor por su lealtad a la empresa y
su falta de escrúpulos para exprimir a sus compañeros.
- Así se hace
– me dijo echando espuma por la boca y arrebatándome el macho - Y
empezó a girar a toda velocidad la herramienta. Ese es el ritmo de
trabajo – me espetó con voz de mando. Por supuesto que nunca
intenté trabajar a ese ritmo, aunque disimulaba un poco cuando el
tipo andaba por ahí husmeando. Seguramente esa fue una de las causas
por las que me echaron a los pocos meses. En el poco tiempo que
estuve, conocí la explotación y adquirí clara noción de lo que
hablaba Carlos Marx cuando se refería a la plusvalía y a la
tendencia a explotar cada vez mas la fuerza de trabajo existente
antes de contratar nueva. Allí buena parte de los trabajadores
hacían horas extras o doble turno. Prácticamente vivían dentro de
la fábrica. Con poco descanso, las últimas horas de trabajo eran
interminables y ya no acompañaban los reflejos. Por esa causa en el
turno de la noche, un cambio de ritmo en la rutina de poner pieza
tras pieza debajo de una prensa, una mínima vacilación, se llevó
la mano de un compañero. A otro, en pocos días, una máquina de hacer
las roscas de los ventiladores le atrapó el guante y le arrancó de
cuajo el dedo gordo de la mano derecha. La vida del trabajador no
vale nada para el capitalista. Lo reemplaza con el ejército de
reserva. Siempre habrá alguno que ocupe el lugar del accidentado o
muerto.
Las sirenas nos anunciaban buenas y
malas. Tempranito cuando sonaba, nos indicaba el inicio de la
explotación, de poner el músculo en movimiento, de consumir la
fuerza de trabajo que nos pagaba el patrón y la que se llevaba él
gratuitamente. Era la hora de sumergirnos en ese ambiente contaminado
por vapores tóxicos, virutas metálicas, y ruido insoportable que
taladraba los oídos; hora también de enfrentar la presión de
capataces y supervisores que reclamaban mayores ritmos de trabajo y
menores tiempos muertos y por esa razón cada tanto recibían algún anónimo bulonazo que nos regalaba un instante de felicidad. A eso de las nueve venía el mate cocido y
los criollos que engullíamos con fruición parados al pie de la
máquina. El silencio de las herramientas paradas era un bálsamos
para el espíritu al igual que ese desayuno. Nunca me había sabido
tan delicioso. Todavía hoy siento esa sensación de relajar la
musculatura y degustar el mate con la azúcar exacta y los criollos
calentitos. La sirena al mediodía anunciaba una buena: una hora para
comer y jugar al fútbol en la cancha de la fábrica. Jugábamos con
los botines reglamentarios de trabajo que eran pesados pero que así
y todo no podían anular nuestro entusiasmo. Aspirábamos
enérgicamente, llenando los pulmones de aire puro, abstrayéndonos
por un instante de la realidad laboral. Luego o antes, según el
turno que nos tocara, íbamos al comedor. La sirena que sonaba en la
hora novena nos ponía felices, porque volvíamos al mundo, a la
vida, a ver el cielo; unas horas, solo unas pocas antes de volver al
día siguiente a engrillarnos nuevamente a la máquina. En el camino
nos cruzábamos con los que ingresaban al turno tarde; rápidamente
los saludábamos y les pasábamos las novedades. Había que seguir
con el boicot al comedor hasta que aflojara.
A los dos días de huelga gastronómica,
el concesionario vino a pactar . Conseguimos mejor comida y mejores
precios, así que volvimos a la rutina de la cola, las bandejas y la
reunión alrededor de una mesa donde contábamos cuentos o
desgranábamos historias y, solo en voz baja y con los de más
confianza, deslizábamos algún comentario político o gremial.
Después a comer la fruta y deleitarnos con la caricia adormecedora de los rayos
del sol invernal cordobés hasta que la sirena nos
indicaba que debíamos volver al yugo.
Una mañana cuando me disponía a ingresar como todos los dias, no encontré la tarjeta del
reloj. Me llamaron de la administración para liquidarme lo que
marcaba la ley y me despidieron. A esa altura ya no había periódicos
para meter y mi vida estaba a punto de pegar un vuelco. Me despedí
de los compañeros más afines y salí. La mañana estaba radiante;
el olor a campo y el canto de los pájaros me inundaron; me sentí
libre. ¡Verdaderamente libre!
Gringotilo
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