La noche de Le Corbusier
En esos breves años de
democracia, la facultad de arquitectura de la Universidad de Córdoba tenía un anexo sobre la Av. General Paz que llevaba el nombre del
célebre arquitecto franco-suizo Le Corbusier. Allí funcionaba una
sencilla imprenta que contaba entre otras máquinas con un mimeógrafo
electrónico, todo un lujo para aquellos años. El lugar, al igual
que el resto de la facultad era democráticamente usado por
estudiantes y docentes en el marco de la fascinante
y asamblearia experiencia del Taller Total (1). Allí nos instalamos,
ya cayendo la noche, con Alejandra, compañera de la orga, un par de años menor que yo, estudiante
de filosofía y fervorosa y reconocida militante, que por entonces llevaba adelante, con más sombras que luces, una pareja con otro de los nuestros con quien convivía.
Nuestra tarea era
imprimir un volante que debía estar listo para ser repartido a la
mañana siguiente, así que apenas instalados en el lugar nos pusimos
a trabajar febrilmente.
No recuerdo si tuvimos
que picar los esténciles (varios porque cada cierta cantidad de
impresiones se rompían) con la máquina de escribir, corrigiendo los
errores con esmalte para las uñas, como era común hacerlos o
utilizamos los electrónicos, más modernos, que permitían una
impresión más prolija y con más posibilidades de diagramción y
tipos de letras. Lo cierto es que allí estuvimos un par de horas
durantes las cuales compartimos mate amargo y animada conversación
sobre algunos bueyes perdidos y otros no tanto.
Terminamos de imprimir
y empaquetar el material propagandístico y salimos. Eran como las
dos de la mañana. El aire nocturno estaba cálido y la noche
estrellada de acuerdo a lo que dejaban ver las luces de la avenida.
Estábamos con hambre así que recorrimos rápidamente a pie las
siete cuadras que nos separaban de “El Nacional”, donde pedimos
una pizza y una Río Segundo bien helada. Terminamos como a las tres.
Como teníamos unos pocos pesos en el bolsillo y en el afán de
llegar temprano para aprovechar por lo menos tres horitas de sueño,
decidimos sumar el capitalcito para pagar un taxi a la casa de uno de
los dos. El sorteo o su insistencia (ya no recuerdo) nos llevó a la
de ella a la que, por supuesto, llegué tabicado por razones de
seguridad.
En el trayecto mi mente
parecía una coctelera. Los efectos de las horas de mate nocturno, que siempre me
llevaban a un grado de agitación extremo, no fueron compensadas por los de la cerveza que nos tomamos. Los pensamientos se agolpaban e iban y
venían a una velocidad vertiginosa. Me ocupaban la cabeza ora la
responsabilidad por la tarea del día siguiente, ora lo poco que iba a
dormir o la propia situación de tener que pasar la noche en la casa
de Ale.
Ella era de baja
estatura y regordeta. Su cara era redonda, de tez blanca, con algunas
pecas, nariz pequeña y respingada, labios carnosos apetecibles,
enmarcada por una abundante cabellera negra que le llegaba a los
homóplatos. En ese paisaje brillaban su hermosos ojos verdes. Era
realmente bonita. Pero lo que más atraía de ella y alteraba mis
sentidos esa noche era su forma de ser: liberal y desprejuiciada.
Activa y desenfadada llevaba la iniciativa en forma permanente,
contrastando con mi timidez y mi rígido y estructurado carácter de
una veintena de años de mi familiar formación católica y
conservadora. Paradójicamente la disciplina y las medidas de
seguridad propias de la vida militante de esos años, que asumí con
fervor, potenciaron mis armaduras.
Ya en su casa, al
entrar me dijo que solo disponía de la cama matrimonial para que
durmiéramos; que no había problemas porque su pareja se había ido por unos días a la casa de sus padres en otra provincia. La
situación me puso muy tenso, pero la acompañé dócilmente a la
habitación sin pronunciar palabra alguna. Cada uno sentado en un
borde de la cama, dándonos la espalda, nos fuimos desnudando en
silencio. Los dos en ropa interior nos introdujimos rápidamente bajo
las sábanas, lo más alejados posibles uno del otro. Ella puso el
despertador a las siete de la mañana y yo, tieso, traté de parar mi
embarullada cabeza para intentar dormir, como si nada. Ambos
simulando que éramos inmunes a esa situación, que - ahora sospecho - la había buscado ella desde el primer momento, eligiéndome para la
tarea. Pensaba en todo eso cuando su piernas se movieron rápidamente sobre las mías y sus brazos me rodearon. El embriagador perfume de su cuerpo, la firmeza de sus muslos y la suavidad de su
piel terminaron de hacer el trabajo de excitarme por completo. Mi
cabeza era una coctelera: “es la pareja de un compañero” – me
reprochaba la ética revolucionaria; “tenemos una tarea que hacer en
un par de horas” – me perseguían la responsabilidad y la
disciplina; “Que no te venzan tus instintos” - gritaban mi
racionalidad y mi ascetismo.Y mi timidez......ella me maniataba el
corazón que se me salía del pecho. Hasta la imagen de mi vieja irrumpió con
el dedo índice en alto que me decía en forma admonitoria “no
desearás la mujer de tu prójimo”. Aunque aparté rápidamente esa
aparición no logré aplacar el dolor de cabeza que me produjo.
Finalmente ganaron
todas mis inhibiciones y sin mover mi cuerpo ni un centímetro la
aparté con la mano y con tono de reproche le dije que se comportara,
que teníamos que dormir algo para poder distribuir los volantes en
un par de horas.
Ella volvió a su
sitio. En un rato volvió a la
carga mientras intentaba infructuosamente dormir, pero yo tenía decidido que no iba a pasar nada, así que volví
a apartarla sin decir palabra.
El despertador sonó
retumbando dolorosamente en mi cabeza. Sin haber descansado nada,
pasaron esas horas que fueron interminables. Nos levantamos, callados, e inmediatamente sin desayunar partimos para Le Corbusier a
buscar los bultos de volantes que yo debería distribuir. Cargué los
paquetes y cuando fui a despedirme de Ale, me apretó la cara con sus
manos, estampándome un sonoro beso en la boca. ¡Boludo! - me
dijo cuando iba saliendo.
El dia estaba soleado y
empezaba a anticipar que sería caluroso. Con los brazos colgando a
los lados de mi cuerpo por el peso de los paquetes, iba caminando
lentamente por la avenida, afirmando cada paso al ritmo de las
imágenes de aquella noche, que volvían recurrentemente unas
sobre otras, mientras me decía: ¡Qué boludo, qué boludo, qué
boludo!.
Gringotilo
(1) Para informarse
sobre la experiencia del Taller Total se puede ingresar en los
siguientes enlaces http://www.tallertotalfaud.blogspot.com.ar/
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