Poroto


Gracias pelado Santa por la historia


Solo entonces comprendí que morir
es no estar nunca más con mis amigos”
Gabriel García Márquez

La colchoneta de paja donde me arrojaron como un saco de huesos sueltos, no me impedía sentir el piso duro y frío . Tenía el cuerpo entumecido y me dolía desde los pies a la cabeza por la brutal paliza que “El Gato” (1), bestial torturador, me había propinado cuando llegué al Campo de la Ribera. Dos gendarmes que custodiaban el galpón que oficiaba de cárcel clandestina, arrojaron mi cuerpo tumefacto, sin reflejos ni reacciones, por la tortura despiadada que venía sufriendo desde mi paso por la D2 y La Perla. Allí quedé en la penumbra de mis ojos vendados, escuchando los movimientos y voces de mis compañeros de infortunio que no podía decodificar (2). Solo quería paz y silencio. Pronto me ganó un sopor profundo; un mundo de colores hirientes, abismos funestos,imágenes circulares y rostros familiares, se sucedieron entremezclándose vertiginosamente haciéndome estremecer esporádicamente. El tiempo pasó con una lentitud viscosa; los fantasmas fueron abandonándome poco a poco hasta caer en un estado de inconsciencia. No sé cuanto tiempo estuve así. Supongo que sería ya la noche, cuando me despertó un ruido de cerrojos. La reja que se abre y unos sigilosos pasos que se acercan. "Carlos, sos vos" -me dice una voz en mi oído. Una voz familiar, querida, reconocible a pesar de los años y las circunstancias. "Si Poroto, soy yo" - contesté automáticamente como si nunca hubiéramos dejado de vernos.
Cuando tenia seis o siete años, llegó a vivir al lado de mi casa paterna, en la ciudad de Dean Funes, don Leónidas Varela con su esposa y sus nueve hijos. Originarios de “Agua Hedionda” (3) un rancherío ubicado en el norte de Córdoba, emigraron en busca de mejores posibilidades. "El" Poroto - porque era así con ese "el" que lo hacía especial - era uno de los cuatro varones de la familia y era unos años mayor que yo; eso no impidió que rápidamente congeniáramos y nos convirtiéramos en inseparables compinches, construyendo al ritmo de las andanzas la mejor amistad que tuve en mi niñez y adolescencia. Era por naturaleza un ser sensible, transparente y noble; su crianza apegado a las tareas rudas del campo y la vida silvestre lo hacían depositario de muchos saberes que a poco de andar fue compartiendo conmigo. Cómo olvidar las clandestinas pero inocentes travesuras de aquéllos años que ponían a prueba la paciencia de nuestros padres y que más de una vez nos costaban alguna penitencia; las horas que pasábamos trepados a la higuera del fondo fumando cigarrillos de yerba y papel higiénico que me enseñó a armar con maestría de artesano mientras desgranábamos historias y pergeñábamos divertidas aventuras. Allí me contó sobre el origen del desagradable nombre del paraje donde nació y se crió y que contra lo que se podría pensar era bello y acogedor.
Cuando cumplí diez años el Poroto me invitó a pasar las vacaciones del verano en el campo de sus padres en Agua Hedionda. Luego de muchos ruegos, logré el permiso de mi madre y allá fui a pasar, durante dos meses, las vacaciones más hermosas e inolvidables de mi vida. Pasábamos las tardes hondeando pajaritos – sin herir a ninguno – o cabalgando por las picadas y senderos de cabras que serpenteaban por las serranías. Aun revivo aquél placer de disfrutar todas las mañanas del increíble desayuno de caliente mate cocido con leche del pie de la vaca; ese tazón humeante donde remojaba las rodajas de pan casero recién salido del horno de barro, que untaba con arrope de chañar y miel de lechiguanas, era un deleite que compartíamos entre risas y miradas cómplices. Con él probé por primera vez los huevos de toro que yo ni sabía que se comían. Se hizo una capada en esos días que fue para mí una experiencia única. Yo miraba sorprendido y curioso como se asaban al crepitar de las brasas, cuando uno de aquellos rudos peones me ofreció uno en la punta de su facón:"tome rubio, cómalo con un poco de casero"- me dijo mientras se reían por la cara que puse. Pero no le hice asco y comí otro y otro más. Cómo olvidar ese verano junto al Poroto. Cuando holgando sobre la hierba descubríamos las figuras de las nubes y hablábamos de las cosas de la vida que se nos empezaban a revelar.
Pasé el día siguiente sin soportar nuevos castigos; vendado y tirado en mi colchoneta tratando de no moverme para darle oportunidad de recuperación a mi lacerado cuerpo. Los prisioneros de más antigüedad fueron poniéndome al tanto de donde estaba, de quienes y como habían venido a caer allí; de los que se fueron y no volvieron; del régimen de ese centro de detención. Fui incorporando la información mentalmente pero mi cuerpo estaba en otra dimensión, como si se hubiera independizado de mi cerebro. Solo quería recuperarse. Llegó la noche, nuevamente se abrió la reja y entró el Poroto. y me dejó una lata de picadillo y unas galletitas de agua, todo un manjar paradisíaco al lado de la escasa sopa flaca y sosa que nos daban. Esa noche y todas las que le siguieron el Poroto vino con la cena especial, momentos que aprovechamos para conversar todo lo que nuestros carceleros y su propia responsabilidad nos permitieron. Esos días fueron otra vida, un aire fresco en medio del asfixiante clima de la prisión. Mi espíritu renació y se fortaleció con la presencia, las palabras y el afecto de quien fue mi mejor amigo y que ahí, en esas circunstancias valoré en toda su dimensión.
Nos pusimos al día, cerrando los baches que dejaron una separación prolongada desde los años en que dejé Dean Funes para venir a Córdoba a estudiar agronomía. Le fui contando como el entusiasmo por el estudio fue dejando rápidamente lugar al compromiso político y a la lucha por el sueño de construir un país y un mundo más justo. Las luchas contra la dictadura de Onganía, la efímera esperanza de la primavera camporista, el terror de las 3A y el golpe del 76 que vino a liquidar la resistencia popular, con muerte, tortura y desapariciones. "y aquí estoy"- le dije. Le conté que me había enterado en forma casual a través de su hermana menor, en uno de esas visitas relámpagos que hacía a mis padres, de su ingreso en la gendarmería."Fue lo último que supe de vos. te imaginaba en la frontera, persiguiendo contrabandistas a caballo y poniendo en juego toda la destreza mamada en Agua Hedionda". El Poroto sonrió con un dejo de tristeza: "En cambio acá me ves, reprimiendo hermanos....trato de zafar Carlos, hago lo que puedo... hago lo que puedo".

Una noche me dijo que terminaba su guardia, que se iba y que regresaría a la semana siguiente. Le di un mensaje para mi familia recomendándole que tratara de no alarmarlos. Nos dimos un fuerte abrazo que a la sazón fue el último ya que pocos días después me trasladaron a la cárcel de Barrio San Martín donde pasé dos años y luego cuatro más en la cárcel de La Plata, para luego otorgarme la libertad vigilada en mi pueblo.

Fueron eternas horas de viaje. Las ganas de fundirme en un abrazo sin tiempo con mis afectos más queridos me traicionaba. Los últimos kilómetros no pasaban más. Al fin llegué ansioso con mi frágil felicidad a cuestas; corrí a abrazarme con mis viejos y me dirigí de inmediato a la casa del Poroto. Me recibió Azucena, la mayor de los Varela, que junto a sus hermanas, asestó un mazazo a mi restaurado estado de ánimo: con voz cortada me informó que mi amigo había fallecido de un infarto un par de años atrás. Me derrumbé. Mi congoja no tuvo medida. Las preguntas sin respuestas se fueron atropellando en mi cerebro. En un momento Azucena, salió de la sala y volvió con una pequeña caja entre sus manos."Carlos, esto había comprado para vos pero el pobre no llegó a entregártelo". Era una camisa. Seguramente para reemplazar aquella sucia, desgarrada y cubierta de sangre que vestía en el Campo de la Ribera. Como un autómata salí de esa casa con el testimonio de esa amistad verdadera en mis manos. Me costaba pensar y en medio del barullo trataba de entender. Solo me martillaba la idea de que él, que había sido un tipo bueno de toda bondad, incapaz de levantarle una mano a otro ser humano, fue también una víctima de ese sistema de opresión montado por esa dictadura asesina. Hasta hoy esa idea me enciende de dolor y bronca.

Nunca usé esa camisa; quedó en el ropero colgada como mudo testimonio de esa maravillosa amistad hasta que un día me entraron a robar y se la llevaron entre otras cosas. Por ahí la llevará puesta alguien sin saber la historia que encierra. El infeliz no podrá nunca percibir que sobre sus hombros calza uno de los tantos símbolos que el terror y la indignidad nunca pudo ni podrán matar y que sobrevivieron para su desgracia y la reivindicación de nuestros sueños que renacen tozudos como el ave fénix.

Gringotilo

1) Miguel Ángel “El Gato” Gómez fue unos de los mas bestiales torturadores y asesinos del Campo de La Ribera. Charlie Moore en su libro La Búsqueda lo describe detalladamente. Hoy gracias a los juicios de la memoria, la verdad y la justicia purga cárcel por sus delitos en el penal de Bower
2) El Campo de la Ribera se encuentra cerca del Cementerio San Vicente de la Ciudad de Córdoba. Los presos estaban en un galpón de unos 20 metros de largo por 10 de ancho con puerta de reja y un baño con dos o tres excusados. Afuera, en el costado derecho dos calabozos individuales y más allá unas oficinas donde estaban los gendarmes. En el medio una gran patio rodeado por una alta muralla. En el galpón los presos estaban solos por lo que se bajaban las vendas y conversaban entre sí. En el tiempo de esta historia (febrero de 1977) había unos diez presos y el trato en general era pasable ya que en ese momento ese era un lugar de tránsito hacia la cárcel o la libertad. Había sido un lugar de exterminio, durante la actuación del Comando Libertadores de América.
3) Así lo relató el protagonista de este cuento: “En el norte de Córdoba, sobre la ruta sesenta, justo en San José de las Salinas , sale hacia el este un camino  de polvo y tierra  que a unos cinco kilómetros llega a un hermoso paraje lleno de bosques y algunos pocos ranchos de barro y paja, llamado por los que lo habitan como "Agua Hedionda". Debe ese nombre que nada tiene que ver con la belleza del lugar a esta circunstancia histórica: allí existía el único pozo de agua dulce de la zona y al que acudían para abastecerse los pocos seres que vagaban por aquellos lugares en los lejanos tiempos  en los que todavía éramos una colonia de España. Entre ellos, largas caravanas de carretas que venían de Cuyo por el viejo camino a Catamarca que aún existe, en busca de la preciada sal que desbordaba su riqueza en las costas de las Salinas Grandes. En esos tiempos solo los indígenas de la etnia de los Sanavirones disfrutaban la exuberancia que la naturaleza les brindaba y quienes, celosos y fieles guardianes de su libertad y territorio, miraban con recelo y desconfianza a aquellos hombres blancos que ahora, si bien  en apariencia solo venían por su agua, su ancestral instinto les prevenía que luego traerían con ellos la esclavitud y la pobreza. Para evitar aquel futuro tan colmado de esos horribles presagios que acechaban en sus conciencias, aquellos gallardos Sanavirones, poco afectos a las armas y a las guerras, arrojaban en aquél único pozo de agua dulce toda clase de bicho muerto que encontraren, tales como iguanas, zorrinos y también algún hurón atrapado en un descuido, convirtiendo aquél cálido manantial en una fosa putrefacta y pestilente que ya nunca serviría para el uso de aquellos, que en su lúcida imaginación vendrían luego como dueños y señores con el solo fin de robarles lo suyo y esclavizarles. El agua nunca les faltaría pues en lo profundo del monte de algarrobos y quebrachales había muchos pozos que solo ellos conocían. De esas historias venía el nombre de "Agua Hedionda" y que quedó grabado en la memoria y en los mitos de los que allí nacieron y vivieron, hombres y mujeres de manos ásperas, piel curtida y nobleza de espíritu y que como Poroto cuentan esta historia a quien quisiera oírla”


Comentarios

Entradas más populares de este blog

Para romper el hielo....

El color de Roma

Filosofía barata en la plaza San Martín