Filosofía barata en la plaza San Martín

Terminé de hacer unos trámites en el centro. El mediodía irrumpió casi sin darme cuenta, solo anunciado por esa sensación inconfundible de vaciedad que el hambre instalaba en mi estómago. Encadené mi bicicleta en el estacionamiento ad hoc de la plaza San Martín y para no irme muy lejos ni perder mucho tiempo, compré unos sánguches de miga y una gaseosa. Me esperaba una tarde completa en la hemeroteca, ubicada a pocos metros de allí, en el itento de concluir mi trabajo de varios meses buscando documentación para mi próximo libro.
El día estaba soleado y la plaza invitaba a disfrutarla. Con mi almuerzo en una mano y la  mochila en la otra hice un repaso visual sobre los bancos libres y opté por uno de los más cercanos. Desde alli se veía el cabildo entre los árboles y la catedral cruzada con el gran mástil que lucía la enorme bandera celeste y blanca. A mi izquierda el monumento al Libertador.  Algo se celebraba porque había una banda y varios abanderados.
Antes de sentarme en uno de los bancos contabilicé la cantidad de manchas blancas que resaltaban sobre el marrón oscuro de sus tablas, sello inconfundible de la plaga colombófila, dueña indiscutida de la plaza. Miré hacia arriba, escrutando entre las ramas de un gran lapacho que proyectaba su sombra sobre el banco,  para tratar de descubrir alguna paloma con intención de descargar su artillería sobre mi calva. La fronda estaba libre de potenciales agresores, así que me senté, aunque con cierta inquietud que me hizo estar mirando regularmente hacia arriba para tener controlada la situación.
Me relajé, estiré las piernas, le di el primer mordisco a mi sánguche de jamón, queso, tomate y aceitunas y me puse a pensar: ¿Porqué la gente alimenta a las palomas que son plaga? ¿la Asociación protectora de animales las protege?  ¿qué habrá sido de los halcones que trajeron hace un par de años para ahuyentarlas? Me sonreí: indudablemente perdieron la batalla. Rápidamente me invadieron recuerdos de mi infancia en Totoral. Fueron muchas la veces que, con mi eficaz rifle de aire comprimido Kafema, me instalaba, previa autorización, en el patio de la casona de los Cheble, debajo de un enorme y frondoso fresno que se repletaba de gordas palomas turcas. Sentado, con mi espalda sobre la pared, apuntaba y...pum. No erraba casi ningún disparo. En pocos minutos tenía una bolsa llena que llevaba a mi madre para esos exquisitos guisos que preparaba. Seguramente iría preso si repitiera eso acá, pero estaría bueno que se permitiera por lo menos hasta que quedaran unas pocas que, repletas de pururú y otras porquerías, ya no pudieran ni carretear para levantar vuelo.

Eché otra mirada hacia arriba. No había moros en la costa, así que seguí disfrutando de mi frugal almuerzo. La gente pasaba apurada en uno y otro sentido, contrastando con mi pachorra sin tiempo y aumentando mi disfrute. Vino a mi memoria aquella canción de Piero de los años 70: " sentado en la mesa de un bar, veo a Buenos Aires pasar y pasar" Aunque no estoy en un bar ni en la Capital Federal, veo a Córdoba pasar - pensé- y la empecé a tararear : tarara-rara tarara-rara.."veo un vampiro buscando una mina, pero lo violan pasando  la esquina (...) pasa un obrero en alpargatas con veinte pesos que es toda su plata (...)pasa una mina con traje escotado un cura la sigue y cae en pecado (...) Paso yo  mismo y me veo sentado, mirando a la gente que pasa a mi lado.."

Pasa una morocha, delgada, con el símbolo de Batman sobre unos pechos turgentes. Camina apurada con la mirada fija en algún punto, como si el comisionado Gordon la hubiera alertado por un delito en Ciudad Gótica. Un gordo transpirado por el calor del mediodía cordobés, secándose con su pañuelo, me mira con envidia y sigue su trajinado camino. Una parejita de estudiantes - imagino por sus mochilas y un par de libros que llevan - pasan de la mano, se dan unos piquitos y siguen conversando animadamente sobre su futuro profesional, las próximas vacaciones o la peña de esa noche, vaya a saber. Pasa una madre con niños díscolos a los que reta; lentamente una anciana de cabellos grises; un tipo de traje, corbata y maletín con cara de vendedor de fantasías; una mujer de guardapolvo que debe ser maestra-si debe serlo por la cara de sufrida-; un agente de policía que me mira mal (soy sospechosos de merodeo y vagancia - pensé) cruza haciendo sonar sus borceguíes. Pasa la gente en un sentido y otro. Trato de adivinar sus profesiones y sus vicisitudes. Pienso en la cantidad de historias que habrá detrás de cada uno y me siento limitado, pequeño, irremediablemente acotado por no poder conocerlas a todas. Me gana una agitación que cada tanto me visita: la de saber que compartimos en la vida un tiempo limitado con muchas personas, bellas, interesantes, geniales, o simplemente humanas pero que nunca llegamos a conocer. Será por eso que escribo, aunque sea para dejar una pequeña huella.

Le di otro mordisco a mi sánguche y miré desconfiado de nuevo hacia arriba ante el aleteo de una paloma. Todo bien. De nuevo los animales ganaron mi atención y me llenaron de preguntas: ¿porqué hay gente que defiende a los animales y nunca se preocuparon por los seres humanos? Es más ¿porqué hay animales de primera y de segunda? ¿quien defiende a las pobres pero deliciosas vacas, o los sabrosos chanchitos, corderos y chivitos? No he visto sociedad protectora de animales que los defienda. Pienso que no hay nada mas ridículo ni hipócrita que la declaración universal de los derechos de los animales que recuerdo haber leído alguna vez. Creo que en el primer artículo dice que todos los animales nacen iguales ante la vida y tienen derecho a su existencia. ¿los peces y mariscos no son animales? ¿al comer una vizcacha al escabeche o un conejo, no estamos violando ese primer artículo?. ¿Si los seres humanos no nos comiéramos a los animales de qué nos alimentaríamos? Los vegetales también tienen vida. He leído por ahí que a las plantas se les suele poner música y conversarlas para que crezcan mejor y más saludables. Si eso es cierto, es porque tienen sensibilidad, sentimientos y hasta humor. ¿comerlas no nos convierte en asesinos verdes?. Veo pasar una señora con un perrito pequeño, lanudito, con un lacito en el cuello, todo un juguete. Pienso que ese animalito que - al decir de mi padre- ni para perro sirve, debe tener su peluquero, su comida especial, su veterinario y hasta psicólogo. Debe costar mantenerlo. Probablemente esa misma señora no es capaz de darle una moneda a un indigente, o sí, pero seguro gasta más en el can. 

Soy un convencido de que  la historia de la tierra es la historia de la supervivencia de los más aptos y por eso desaparecieron los dinosaurios y muchos bichos más. El pez grande se come al chico, y así en toda la escala zoológica. Hay un derecho natural de cualquier especie a considerar alimento  - aun a riesgo del exterminio- al que pueda garantizarle la vida y las mejores condiciones de existencia. ¿Y los seres humanos no somos superiores, más fuertes e inteligentes  que el resto? ¿no tenemos acaso el derecho natural de mandarnos al buche a todo bicho que camina y de exterminarlo si nos jode la vida? Los maoríes de Nueva Zelanda exterminaron a los moas -pajarraco enorme- y se deglutieron a una buena cantidad de seres humanos. Los pobres tenían que alimentarse ¿habría que condenarlos por eso?. Pienso que la irrupción del hombre en la tierra, relativamente reciente, ha acelerado un proceso de decantación natural de las especies y de los cambios en el hábitat, pero fundamentalmente de su propia extinción. Como cualquier otra especie estamos condenados a desaparecer a no ser que la inteligencia nos permita alumbrar una especie más apta para las nuevas condiciones o convertirnos en cucarachas a las que les ha ido bien en la linea de la evolución. Y pienso en Kafka...

La banda comenzó a ejecutar el Himno a la Alegría y enseguida me descubrí moviendo las manos al compás de su melodía, con el almuerzo a guisa de batuta. Eso me hizo recordar que uno de mis proyectos sigue siendo convertirlo, con una letra adecuada en un canto culto para la hinchada de Belgrano. Me divierte imaginar esa tribuna agotando sus gargantas con esa sinfonía o con el Bolero de Ravel o la Marcha Triunfal de Aída. Estaba concentrado en ese trascendental tema,  cuando irrumpió el predicador con su bicicleta, que dando vueltas alrededor del monumento a San Martín, con voz potente y ronca, nos vaticinaba el más terrible e hirviente de los infiernos a todos los que no nos subiéramos a la barca del Señor. Su voz y sus imputaciones lastimaban mis tímpanos y me pusieron de mal humor. Recordé que cuando era concejal me fue a ver Tony, que con su pareja -al menos de canto - todavía hacen más placentero caminar por la peatonal 9 de Julio. Ellos cantaban y alegraban a los paseantes de la plaza San Martín hasta que la municipalidad se lo prohibió, por la queja de los vecinos por ruidos molestos. Mi gestión ante los funcionarios fue un exitoso fracaso, así que el buen dúo fue deportado sin contemplaciones. Hoy en lugar de música hay que escuchar a este engendro de la inquisición y nadie se queja. La gente es rara; definitivamente.

Iba a retomar mi ejercicio filosófico sobre la existencia, pero ya estaba en hora de empezar mi trabajo en la hemeroteca. Por otra parte el predicador ya había horadado mi paciencia. Me mandé al buche el último pedazo de sánguche, apuré lo que quedaba de gaseosa y me levanté. Justo alcancé a esquivar la munición gruesa de una paloma que se había instalado en el lapacho y que se estrelló con un chasquido en el banco. El sol calentaba y ya anunciaba la siesta. A paso cansino me metí entre la gente.

Alberto Hernández

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