Jalogüin

Halloween, es una festividad de origen celta que nace como culto satánico y que sincréticamente se combina con el cristiano día de todos los santos inocentes. Los irlandeses la introdujeron en EEUU y se celebra desde hace varios siglos en casi todo el mundo anglosajón. Cada 31 de octubre convoca a disfrazarse, festejar y expulsar los instintos esotéricos y a los niños a ser, por un par de días, su personaje favorito. Con el tiempo, la penetración cultural y los intereses comerciales que explotan la fiesta, lo extendieron en mayor medidas a los países hispanoamericanos a pesar de que hay celebraciones autóctonas y ancestrales que tienen que ver con los brujos y muertos propiamente nuestros.
En Colombia, es una festividad que desde hace tiempo se ha hecho tradicional perdiendo el significado demoníaco original, por lo que a los fines de este relato la llamaremos criollamente Jalogüin. Desde unos días antes ya se empiezan a ver disfrazados a niños y adultos que transitan por las calles y se desenvuelven así en sus tareas cotidianas. Las casas de disfraces y los vendedores de calabazas hacen su agosto -o mejor su octubre- y los que no alquilan ya tienen su propio traje listo, o sacan a relucir prendas que nunca usarían en otra ocasión y que algún amigo o pariente desubicado les regaló. Es el día de la desinhibición; se pierde el miedo al ridículo; se exterioriza el sentido lúdico; la fantasía de ser un personaje de ficción o alguno inalcanzable de la farándula.
Ese día, mi esposa y yo, salimos a hacer trámites varios que nos tuvieron desde la mañana a la noche de un lado para otro de Bogotá y entrando en uno y otro negocio y restaurante. Desde el inicio de nuestro periplo nos topamos con brujas, piratas, diablos, hadas, esqueletos andantes, zombis, superhombres y superchicas y desde hacía varios días antes, los comercios y oficinas públicas se poblaron de arañas con sus telas, calabazas amenazantes y monstruos terroríficos. La oficina de la empresa de telefonía móvil en la que debíamos hacer un trámite, no fue la excepción. Cuando nos tocó el turno, un solícito Drácula con sus comisuras chorreando sangre nos atendió. Se ve que el trámite no era sencillo y tuvo que recurrir a otro vampiro de mayor jerarquía y luego consultar a una angelita pechugona que sería la supervisora. Resuelto el trámite salimos mientras entraban un Chewbacca un Yoda y varios personajes reconocibles de la guerra de las galaxias, seguramente por algun problema de conexión con el Halcón Milenario.
Como ya nos apretaba el hambre, buscamos un restaurante. Enseguida fuimos convocados por el anuncio de un almuerzo ejecutivo a muy buen precio que nos  llevó a un acogedor y poblado sitio atendido por un puñado de ninfas del bosque. Por suerte se levantaron un oso carolina y una Heidi y pudimos sentarnos para comer. Mientras apurábamos un suculento plato de lomo con papas, arroz, ensalada y plátano que llegó luego de una deliciosa sopa de patacones, ingresaron al local una cohorte de gladiadores romanos encabezados por un Napoleón, buscando mesa. En medio del bullicio, sorprendidos por un idioma extraño, detectamos en unas mesas vecinas un grupo de japoneses, que eran sorprendentemente... ¡japoneses!
De allí, emprendimos un largo viaje hacia el norte en una estrecha buseta, donde un par de tortugas ninjas, trataban dificultosamente de escurrirse hacia el fondo y que a la hora de bajarnos tuvimos que aplicarles un par de golpes de karate para que nos hicieran espacio.
Ya en el norte, nos dirigimos a un local del centro comercial colmado de niños, adultos y ancianos disfrazados y pidiendo dulces que los comercios ponían a su disposición. Nos atendió un oficinista disfrazado de oficinista, que también debió efectuar consultas con un compañero cowboy y otro sioux que se ve que no tenía conflictos con el carapálida. Luego mi esposa quiso averiguar por unas cremas e ingresó a un comercio donde una calavera muy simpática la asesoraba casi cubierta por el escaparate, mientras empleadas-esqueletos atendían otros clientes.
Deambulamos entre reyes, vikingos, brujas, batichicas, monstruos diversos, osos, personajes de Disney, bailarinas con tutú y panteras rosas. Innumerables disfraces que sería largo y tedioso enumerar y cuando ya trasponíamos la puerta de salida casi nos atropella un Gokú que ingresó a toda velocidad y seguramente llegaba tarde para encontrarse con Gohan.
Ya era hora de emprender el retorno a la calma hogareña en el Transmilenio. Con esfuerzo logramos superar la barrera humana que se agolpaba sobre las puertas de acceso e ingresamos en un coche colmado. Afortunadamente  en la estación siguiente bajaron Scooby Doo y una Chica Superpoderosa y nos dejaron las sillas. En otra parada subió un gorila que daba miedo y nos hizo temer que tras la máscara se ocultara un delincuente. Mientras lo escudriñábamos y nos preparábamos para lo peor, el coche se detuvo y subió Supermán. En ese instante, tal vez intimidado, el sujeto descendió y nos quedamos tranquilos.
Llegamos cansados, comimos algo y a la cama. Pero no pude dejar de pensar en esta jornada de Jalogüin que más allá de los pruritos ideológicos, en realidad es una excusa como cualquiera otra que convoca a divertirse en familia, con amigos y a romper la rutina. Así lo vive la gente. Es un reto a los acartonados, circunspectos, amargados y que han enterrado ese niño que llevamos adentro. Me quedé pensando en que alguna vez siendo adulto me disfracé de Nerón para un carnaval y que me divertí mucho. Posteriormente la cantidad de hijoeputas que abundan haciendo todos los días un poquito más para amargarte la vida, aunque no nos demos cuenta, nos han ido también poniendo un disfraz: el de sobrevivientes.

Alberto Hernández

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