Hora pico

El tren del Ferrocarril Sarmiento, en el que veníamos desde Morón, comenzó a andar a paso de hombre a la altura de Flores y siguió así exasperando a todo el pasaje, sin que nadie encontrara una causa ni alguien las diera, hasta pasar Caballito donde finalmente detuvo su marcha. Recién en ese momento y ante la presión de varias personas que se agolparon frente a la puerta de la cabina del maquinista, vinieron las explicaciones que nosotros no alcanzamos a escuchar porque estábamos lejos. Tampoco nos preocupaba como, según podíamos ver, al resto de los pasajeros; tal vez porque estábamos paseando y no nos apremiaba la necesidad de llegar a destino en algún horario prefijado.
Serían como las seis y media o siete de la tarde, horario en que la gente sale de su actividad laboral y no ve las horas de llegar a su casa, sobre todo después de viajar en colectivo o subte para después subirse a un tren.
Después de varios minutos el tren arrancó nuevamente y a respetable velocidad se dirigió hacia su terminal en Plaza Once.
Iba entrando lentamente en la estación, mientras se iba cubriendo con las sombras que proyecta el gigantesco tinglado. A la orilla, sobre el andén, casi rozando la pared del tren una multitud esperando ansiosamente. Me dediqué a verlos en detalle: los había gordos, flacos, altos y bajos; algunos jóvenes y otro maduros, aunque predominaban los de edad media; había más hombres que mujeres y la mayoría de tez morena y pelos renegridos; solo vi a una pareja que bromeaba y sonreía, los demás con el ceño fruncido, con los hombros caídos, abatidos, crispados. Se veían que en ese momento odiaban al tren; varios lo patearon o golpearon con lo que tenían a mano.
La formación seguía entrando lentamente. En el interior, los pasajeros se empezaron a dirigir rápidamente frente a las puertas de salida, armando un grupo compacto frente a cada una de ellas. Nosotros dejamos nuestros asientos con tranquilidad y nos ubicamos para salir sin mezclarnos con los que se apretujaban en la delantera.
Finalmente el tren paró y cuando se abrieron las puertas sucedió algo que nunca había visto en mis años de andar por Buenos Aires y las muchas horas viajando en subtes y trenes, aun en horas pico: quienes debían salir, ya estaban duchos en estas lides – cosa que meditamos a posteriori de estos hechos – arremetieron con furia contra la salida mientras los que estaban afuera, en lugar de esperar pacíficamente que abandonáramos el tren para ingresar, como rezan las reglas de la urbanidad, aguantaron el topetazo, convertidos en una pared humana y empujaron en sentido contrario. Las mandíbulas apretadas, los ojos vidriosos, los entrecejos fruncidos, casi babeantes, usando los hombros y los codos como arietes, apelmazados, bufando como toros de lidia, disputaban cada centímetro de esa puerta en un violento scrum, que no tenía nada de deportivo. A nosotros nos agarró desprevenidos y mal parados. Después que salieron los primeros, los de afuera empezaron a imponer condiciones y el torrente humano cambio de sentido ingresando como estampida en el tren. Yo que iba tranquilito hacia la salida, fui catapultado hacia atrás y no caí de milagro. Mi pareja que vio espantada lo que se venía, reculó prudentemente hacia la puerta opuesta. Yo la seguí mientras registraba atónito el enfrentamiento y la lucha cuerpo a cuerpo, acompañada de un rosario de maldiciones, ahora entre los recién ingresados, disputándose los asientos.
Cuando se ralentizó el ingreso de la gente transformada en barrabravas – en ese momento pensé que sería más apropiado decir piara, manada o tropilla – y encontramos algunos espacios, nos decidimos a abandonar el vagón.
Caminando por el andén, todavía conmovidos, tratábamos de encontrarle alguna explicación a lo que habíamos vivido: ¿Cómo puede tener la gente esos comportamientos bestiales, que desnaturalizan su esencia humana? ¿O esa violencia, tal como afirma Hobbes, está en su código genético, despertado y exacerbado por la sociedad capitalista que te oprime hasta reventar? No tengo la menor duda de que la mayoría de ellos son buenos padres o madres de familia, afables y solidarios vecinos cuando están en sus hogares ¿cómo es que sufren esa metamorfosis, pacíficos ciudadanos, tal como modernos doctores Jekyll mutando a misters Hyde?
Todo esto pensábamos mientras íbamos en malón caminando por el andén rumbo a la salida, protegiendo nuestras mochilas de un posible arrebato y diciéndonos que no volveríamos a andar en horas pico en los trenes de Buenos Aires hasta que no incorporen suficientes vagones chinos y haya lugar para todos. Aunque, pensándolo bien – cavilaba- eso no modificaría los efectos del ritmo de vida de esta mega urbe, condenada a ser cada vez más grande, populosa y violenta, ya que los cambios debieran ser sistémicos.
Mi optimismo, que sigue en pie a pesar de este incidentes, me lleva a imaginarme que algún día ocurrirán y desmentirán al filósofo inglés.  

Alberto Hernández

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